lunes, 4 de agosto de 2008

Más loco que una cabra

Siempre, desde muy niña, había sentido una atracción especial por la gente rara. Tuvimos muchas conversaciones sobre éste asunto a lo largo de los veintiséis años que habían pasado desde que nos conocimos. Yo le preguntaba: ¿Qué es ser raro para ti? Y ella casi siempre me contestaba con una sonrisa cómplice, muy cómplice. Una vez hasta saqué el diccionario y le leí la definición: “Extraordinario, poco común o frecuente.” Ella reía y reía como si de un chiste se tratara. Le pregunté-un poco molesto-si le atraía la gente diferente. Ella seguía sin contestarme. Lo más cerca que conseguí estar de una respuesta fue ese día. Me dijo algo así como: Sí, eso… con… algo más… Parecía que no alcanzaran las palabras para definir lo que sentía.
Cada año, dos o tres veces, volvíamos a retomar el tema. Se trataba de ahondar hasta encontrar las palabras precisas.
Hablamos muchas veces del valor del conocimiento, de la influencia que tenía en cada uno de nosotros la aprobación de los demás, de la intensidad de los condicionamientos provenientes de la familia y los entornos más cercanos. Y los menos.
Todo nos llevaba a la autoestima, a la perspectiva de la propia mirada ante: las ilusiones, la debilidad, la frustración, el dinero, el éxito, el fracaso, la decrepitud o la muerte…
Hablábamos del mestizaje, eliminado las conclusiones puras. Decíamos todo es compuesto y quizá por ello complejo. Nos daba miedo tanta complejidad y nos emborrachábamos hasta que todo quedaba vacío de nuevo. La desinhibición y el dolor de la resaca se encargaban de conseguirlo. En los momentos previos la sensación era la de no saber nada, absolutamente nada, y la emoción, estar perdidos, completamente perdidos ante todo lo que sucedía por dentro y por fuera.
Todo el cuerpo se tensaba, se respiraba con una leve dificultad y no existía un horizonte claro, la niebla lo inundaba todo más allá de una expiración. El miedo, digo mejor, el pánico, recorría los órganos más sensibles y todas las emociones que se conectaban con la pulsión vida quedan aletargadas o desaparecían. Así me lo explicó durante años. Yo me quedaba ensimismado, enganchado en una profunda reflexión. La sentía infinita como ella. De alguna manera teníamos que cortarla. Una vez, recuerdo, corrimos y corrimos hasta quedarnos sin respiración. En aquel tiempo podíamos hacer cualquier cosa siempre que consiguiéramos cambiar ese sabor a nada que invadía dos mentes llenas de todo. Hasta cosas que no les puedo ó no le quiero contar.
En unos de esos momentos ebrios me confesó un secreto. Algo que nunca había contado a nadie. Entonces no le di importancia. Son demasiadas las veces que no sabemos escuchar o ver o entender, comprender o aprehender. Captar la sensibilidad ajena es como querer cazar mariposas con las manos. Quedarse quieto y contemplar- escuchar es la mejor o quizá la única técnica eficiente.
Hace poco menos de un año todo explotó. Reventó el muro de contención de la presa y un gran desbordamiento de vísceras y fluidos recorrió ese mundo construido por los dos a lo largo de los años. De pronto y de una forma brutal fue cómo si uno y quizá el otro, por primera vez, pudiéramos ver la realidad sin un ápice de fantasía. Como si las palabras que no alcanzaban nunca a describir lo sentido súbitamente aparecieran con precisión matemática. Con tal impresión sobre el alma- si la tuvimos- que dejaría corta la incisión de un carnicero en la yugular del animal hasta completar todo el proceso hasta ser descuartizado.
Una locura, la vida a veces es una gran locura, incomprensible e imprevisible. O imprevisible y por lo tanto incomprensible.
Fue la última vez que nos comunicamos con palabras. La última vez que conseguimos de nuevo no poder escuchar y no poder comprender. La última borrachera.
A la mañana siguiente, y a la otra y a la otra y a la otra… y… El intenso dolor de la resaca nos devolvió otra vez al sosiego de la nada. No vaciamos como siempre. Pero esta vez para llenarnos algo de nuevo y no de lo mismo. Algo en lo más profundo de la niebla cambió, quizá un pasillo de luz hacia una nuevo camino.
No vayan a pensar que hablo desde la fantasía, sino desde la realidad del aprendizaje, desde la verdadera experiencia: Crecer: la capacidad de cambiar lo que parecía imposible. Tantas cosas posibles que aprendemos a vivirlas como imposibles.
Durante todos esos años nos sentimos gente rara y nos atraían- a mí también- las personas que por una cosa u otra pertenecían a la misma especie. Entonces no sabíamos que no hay especies (puede que hoy tampoco).
Buscábamos la diferencia para alimentar el amor propio, o mejor, el odio propio. Probablemente porque nunca fuimos los que quisimos ser, tampoco fuimos los que querían(o imaginábamos que querían) que fuéramos, ni lo seremos nunca. Quizá por la imposibilidad humana de alcanzar el ideal y no querer darnos cuenta de tan sencilla verdad.
Locos como una cabra. Todavía hoy tiene una gran importancia…
Respirar el aire de los sueños.