lunes, 30 de junio de 2008

La Caña

Érase una vez un árbol grande y robusto, vivía a la orilla de un río caudaloso que atravesaba de punta a punta el Valle del Aire. Le llamaban así porque era una zona de vientos constantes que lo recorrían, entre altas montañas verdes y frondosas, creando una especie de tubo natural que canalizaba la fuerza del aire multiplicándola.
A unos pocos metros del árbol vivía una caña larga y estrecha, muy cerca del agua como es natural.

Durante años, cada vez que una pequeña brisa mecía la caña, el árbol se encargaba de hacerle ver su debilidad y fragilidad.
Durante años, cada vez que una brisa mecía la caña, el árbol se encargaba de hacerle ver su debilidad y fragilidad.
Durante muchos años, cada vez que un viento movía la caña hacia el suelo, el árbol se encargaba de hacerle ver su fragilidad y debilidad.
Durante muchos años, cada vez que un viento fuerte movía la caña hasta casi rozar el suelo, el árbol se mofaba de ella y le hacía ver su fragilidad y debilidad.

Pasaron muchos años, ambos habían nacido el mismo día, el árbol creció mucho y el grosor de su tronco no alcanzaba a rodearse con los brazos. La caña se hico larga y su grosor no pasó de dos centímetros.

Durante todos esos años el árbol se creyó muy fuerte, ningún viento había conseguido más que mover algunas de sus ramas más delgadas, a la caña, sin embargo, cualquier viento pequeño la mecía con poca oposición.

Pero llegó un día en el que el cielo del Valle se cubrió de un marrón intenso y un huracán arrasó todo lo que se encontró por delante. La caña tocó el suelo por primera vez en su vida, los arbustos volaban, los tejados de las casas también. Solo el árbol se mantenía en pie… hasta que sus raíces movieron la tierra y el viento lo arrancó de cuajo lazándolo al río que se lo llevó corriente abajo. La caña lo vio todo pegada al suelo.

Cuando el huracán pasó la caña volvió a su posición de siempre, el árbol desapareció en el océano.

Hacía unos pocos días que le habían contado ese cuento, desconocía su verdadero título y autor, aún así, se atrevió a redactarlo y lo envió por correo a alguno de sus amigos. Le habían cautivado algunas ideas: Fortaleza, fragilidad, debilidad… se desprendían de su significado.
Pensó que durante toda su vida había creído que ser fuerte era igual a ser árbol, cuando en realidad la flexibilidad era una cualidad mejor para enfrentarse a las realidades de la vida, como nos demostraba el cuento.
También pensó en todos los años que aquella caña escuchando y viendo a ese increíble árbol se había sentido frágil y débil cuando en verdad era profundamente fuerte adaptándose a cada circunstancia según los vientos que corrían por el valle, para al final siempre quedar en pié.

Manuel tenía cincuenta años y siempre había optado por sentirse árbol. Pero desde que le contaron este cuento creyó profundamente que habría de ser como una caña. En un instante se dio cuenta: muchos años de sufrimiento sintiéndose un ser débil y frágil siempre comparándose con personas que para él eran árboles grandes, altos y fuertes. Pensó en cuanto daño le había causado una idea, no, mejor, cuanto daño le había causado un ideal.

De pronto un pensamiento hondo recorrió sus adentros, como en el cuento el viento recorría todo el valle, de punta a punta lo movió todo. Una emoción desconocida le abrió los ojos de golpe: Siempre quiso ser y sentirse árbol, nunca comprendió sentirse caña. Desde siempre había vivido realidades demasiado duras o sentido demasiado miedo para permitir vivirse como una frágil y débil caña. Creerse árbol le había protegido de todas y cada una de las duras inclemencias de un tiempo humano. ¿Pero hasta qué punto esa fuerza artificial no había destruido su mejor manera de percibir y sentir la realidad?

Llevaba demasiados años diciéndose:” Soy árbol… nada me afecta.” Y, en efecto, no dejó que nada le afectara hasta convertirse en un gran muro de contención. Duró muchos años como todo lo duro. Hasta que un día un viento brutal destruyó el muro, lo hizo añicos y todo lo que contenía quedó diseminado entre la cabeza y los pies. No supo bien qué quedó en la cabeza y qué en los pies. Todo su mundo se vino abajo, tocó el suelo convertido en trozos, quizá ahora era la primer vez que tocaba la tierra que pisaba a diario. Por primera vez se dio cuenta de que no le servía creerse fuerte, ni siquiera sentirlo, le servía ser fuerte, verdaderamente fuerte y ahora sabía muy bien que eso era igual a flexibilidad. El cuento del Árbol y la Caña parecía demostrarlo con toda claridad.

Manuel se levantó del suelo, recogió cada uno de los pedacitos y durante mucho tiempo colocó pacientemente cada uno de los trozos sobre sí mismo, el orden ya no era el mismo aunque él seguía reconociéndose.

Pasaron más de diez años y un día viajó a un valle de cuyo nombre no quiero acordarme, era verano y paseaba por la orilla del río cuando se encontró una hermosa caña, a su lado un hermoso roble y un poco más arriba un dique de contención. Hacía mucho calor. De pronto una brisa movió las hojas del roble, la caña y su cabello. Miró el muro y se lanzó al agua, sintió la frescura del agua cristalina en movimiento y pensó de inmediato en el río de la vida.
Por primera vez, en medio siglo, tuvo la sensación de haber aprendido algo valioso.