lunes, 16 de junio de 2008

La Salita

Era una tarde calurosa del mes de Junio, el mes de Mayo y los principios de éste habían sido los más lluviosos en muchos años y con temperaturas relativamente bajas para esta época del año. Ángela sentía en su cuerpo el efecto de los primeros calores. Sentada frente a su libreta dibujaba líneas paralelas que se cruzaban con la imprecisión del pulso. Le gustaba recorrer sus páginas gruesas y amarillentas con lentitud, apreciando cada sonido pegado al tacto, cada forma salía libremente, sin roce alguno con el pensamiento. Siempre le ocurría los mismo, cada vez que deslizaba el lápiz por aquellas páginas recordaba su infancia y en especial a su abuela materna. Fue ella quién le regaló la libreta, tenía ocho años. A los pocos años la perdió.

La recordaba especialmente alegre, corpulenta e inseparable de su delantal. Fue una mujer fuerte que murió relativamente joven de una larga enfermedad. Le gustaba ir a por agua con su inseparable marido a la Fuente la Umbría y como sus dos hermanas hablaba deprisa y sin parar. Amontonaba las palabras para soltar su mejor animalá. Conocía y practicaba como nadie el ganchillo, oía la novela en su transistor cubierto de cuero agujereado y al abrir su monedero de cremallera lo primero que aparecía era una pequeña cruz negra y plateada que su nieta aún conservaba. Pasaban juntas tardes como ésta en la salita. La salita en realidad era un coche viejo con el motor roto pero bien conservado en todo lo demás que tenían aparcado al lado de casa. Ángela se sentaba delante y su abuela detrás. La primera jugaba a conducir, cambiaba de marcha, aceleraba y giraba el volante a toda velocidad como si en verdad fueran a derrapar. No faltaba la imitación de todos esos sonidos en su boca de niña. Y la segunda, escuchaba la radio y pacientemente hacía ganchillo mientras observaba a su nieta recorrer las carreteras de la comarca sin moverse del sitio. Detrás había una pequeña higuera que daba unos pocos frutos exquisitos. No hay nada como esas pequeñas y primeras vivencias: “El calor de aquel juguete inmóvil que llenó de emociones mis recuerdos” se dijo. “Aún lo siento y han pasado más de treinta años”… coleteó.

Hay tardes calurosas que remueven por dentro: Abren habitaciones cerradas, cruzan pasillos oscuros, desconchan paredes y agujerean tejados hasta dejar entrar el agua. Tardes de nostalgia.

Pronunció con los ojos cerrados unos versos de Rilke:

“Tal es la nostalgia
Vivir sobre las olas y no tener jamás asilo en el tiempo…”

Pensó en cómo estaba viviendo y revisó, como solo puede hacer desde el inconsciente, en un milisegundo, las vidas de todas las personas que de una forma u otra había conocido. Comparó con la suya, sobre todo con sus lamentos. Tardes de nostalgia.
Primero fue solo una emoción, en pocos minutos se convirtió en pensamiento. Afirmó: “¡Qué pocas personas, incluida yo, no se quejan, no les falta o les sobra, no creo conocer a nadie que no tenga alguna grieta aunque cueste encontrarla!”

Entonces se pregunto por qué. Homo Quejus y sonrió. Nostalgia de qué, quizá de lo perdido…

Se asustaba cuando se sentía así. Una ansiedad fuerte y melancólica la inundaba como a la tierra el agua que viene de la acequia después de darle las reglamentarias vueltas al tarugo y esperar. Cuando le ocurría esto se ponía tan nerviosa que sin querer acrecentaba cada vez más su sufrimiento. “La pescadilla que se muerde la cola” se dijo mientras practicaba ejercicios de relajación a través de la respiración. En pocos minutos se quedó dormida.

Al despertar todo lo sentido había desaparecido. Recordó entonces la conversación con uno de sus amantes sobre lo que él llamaba el Efecto Veleta. Su funcionamiento era sencillo: Tan pronto sientes que estás en el norte y al rato sientes que estás en el sur.
Ángela no tenía muy clara la diferencia entre ser y estar. A veces estás dónde no eres y otras eres dónde no estás. Y la mejor, ser donde estés. “¡Qué lío!” dijo en un susurro.

Se levantó del sofá y se fue a la ducha. El agua fresca recorría su piel, se deslizaba despacio y luego deprisa al contacto con el jabón. La cara, el cabello, el cuello, la espalda, los brazos, el sexo, el trasero y las piernas hasta llegar a los pies y vuelta a empezar. Así hasta que dejó de ser placer. Pasó un buen rato. No les cuento más.

El sol se estaba escondiendo y como una vampiresa renacía de entre las cenizas, le apetecía todo y a la vez. Como en un eco volvían débiles algunas emociones de esa tarde advirtiéndole que todavía andaban sueltas entre pasillos y habitaciones. No les hizo caso.

Sintió alegría y no quiso pensar más.

Salió de su casa andando, sin dirección concreta, caminó y caminó sonriendo todo el rato, solo un recuerdo que en pocos minutos se convirtió en emoción acudió a su cabeza: la voz de su abuela diciéndole: ¡Ángela, Ángela! ¿Nos vamos a la salita?

Y siguió caminando y sonriendo.